Tiempo ha que parte de la literatura infantil / prejuvenil tiene un público objetivo distinto del que tuvo antaño, que eran los infantes y prepúberes: Los profesores y padres progres. Estas historias ya no tienen por qué gustar a los chavales, tienen que gustar al adulto como medio adecuado para transmitirle al joven valores guais que ellos crean que deben tener sus vástagos biológicos o intelectuales. Deben ser transgresores pero en su justa medida, moderadamente rebeldes pero dentro de unos límites, pequeños soñadores con un gran mundo interior pero no por ello antisociales y un largo etcétera de sí-pero-con-matices.
Y en este contexto se escribió Pobby y Dingan.
El libro cuenta la historia de Ashmol, un chiquillo más o menos rebelde de un pueblo minero de Australia que tiene que aguantar cómo todo el pueblo trata como reales a los dos amigos invisibles (Pobby y Dingan) de la lunática de su hermana: algunos los saludan por la calle, la madre les pone dos platos en la mesa a la hora de la cena…
Pero un día los dos bichos desaparecen, a la vez que la cría se pone enferma. Así, Ashmol comienza la búsqueda de Pobby y Dingan, al principio con resignación y al final con desespero creyendo que esa será la única manera de salvar a su hermana enferma.
Hay que reconocer que el libro está bastante bien escrito –es una obra maestra de la literatura comparado con muchas de las lecturas recomendadas de colegios e institutos, y se puede leer del tirón sin problemas (a un escolar le costará más, supongo). Eso sí, si uno se ha leído El Guardián entre el Centeno le sonarán a caricatura o burda copia casi todos los soliloquios del protagonista, y si se conoce un poco el subgénero o simplemente al padre de todo este behemoth intelectual que son los hijos, nietos y biznietos (bastardos o no) de Un Puente hacia Therabithia, se puede uno imaginar como acaba todo.
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